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Paso
tras paso, un trago y el humor que se desprende de las flores nocturnas se
filtra por mis poros, la mariposa bruja
que aguardaba mi llegada al otro lado del cable se desprende del poste e inicia
su revoloteo acercándose, causándome extrañeza y encono, pero, de igual forma,
la veo como una acompañante accidental en este rumbo, me siento acompañado y de
nuevo las luces artificiales de los faroles, las estrellas y la luna destellan
en los cristales, en los pequeños charcos que irradian mi imagen hacia
distintos lugares, lo que me lleva a percatarme de que estoy frente a una de
esas tiendas de diseño en donde se exhiben distintos objetos cuya finalidad es
suplantar algún sentimiento humano, algo que se ha perdido, desaparecido o
muerto y que la gente coloca en sus hogares, precisamente para reemplazar lo
que ya no está en sus corazones; y en medio de vajillas multicolores, muebles vintage , móviles minimalistas, biombos
japonenses y demás, veo un cuadro, o mejor una reproducción de “El perro semi hundido” de Goya.
Una
lucecita mortecina lo alumbra acentuando una atmosfera lúgubre y pantanosa, la
cabeza del perrito a punto de zozobrar me reclama, me implora ayuda. Veo a
través del enorme cristal un perrito que desde hace dos siglos intenta
salvarse, siento cómo sus patas se retuercen en medio del fango en un gesto
vano por asirse a tierra firme, escucho latir su corazón acelerado y sus
quejidos apagándose en su infinita miseria, él está ahí, en medio de cosas
insignificantes, eterno en su fragmentación hacia los confines del sufrimiento,
implorando, desde que fue pintado, la conmiseración de la humanidad, entregado
en esa luz cansina hacia las radas de lo infame y a la vez sublime; yo mismo me
compadezco de él y de los millones de perros que representa, el Jesucristo de
los perros, inmolándose por el sino trágico de todos los animales, mártir
crucificado en la eternidad del oprobio, pero con una clara diferencia, la del
pecado, porque ellos saben en su dimensión anacrónica e inescrutable que están
exentos de esa miserable palabra que sólo concierne a los seres humanos, de
igual forma saben, que un recuerdo se forma en ellos más allá de sus destino,
creando la memoria implacable de su paso por este mundo.
Pongo
mis manos sobre el enorme ventanal y pego mi rostro sobre el vidrio, intento llegar hasta él con mi pensamiento
anhelando hacerle sentir que soy cómplice y amigo, que allí donde él se hunde,
los hombres también fenecen, y que él está por encima de la gran orbe y
que sus patitas huyen igual que yo hacia los confines de la vida, donde seguro
nos esperan lugares más confortables y menos oscuros, el silencio incesante y
tranquilo de no ser perseguido o rechazado, una cama placida donde tenderse
para dormir el sueño del amor, del fin absoluto en una noche soporífera, húmeda
y cargada con el éxtasis que se siente al saber que ese sueño será un eterno
retorno al origen.
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