Prologo a la obra "El inquilino que me habita" por el escritor y maestro Juan Alberto Conde

El inquilino que habita al inquilino


Mi encuentro con El Inquilino, de Roman Polanski, fue completamente casual y previo a cualquier conocimiento cinematográfico. Tendría yo unos quince o dieciséis años, y en una noche de letargo televisivo caí en el canal público cultural, donde me encontré con este personaje entre cómico y trágico, cuya cara de enano me despertó una simpatía inmediata. Por fortuna di con la película casi desde el principio, y poco a poco me fui dando cuenta de que lo que creía iba a ser una comedia, se iba transfigurando en un relato de terror. Claro, el humor seguía apareciendo, intermitente, pero iba siendo reemplazado por un extrañamiento creciente, que para mí alcanzó su punto máximo en los jeroglíficos rasguñados en alguna pared de madera –cito de memoria este primer recuerdo, pues hace años que no revisito esta película-. Y lo que más me fascinó es que, tanto este como muchos otros elementos extraños, nunca llegaron a explicarse, que la película terminó con un misterio aún mayor e irresoluto, dejándome lleno de preguntas que nunca llegaría a responder.

Por eso no me gusta la traducción que le hicieron al título de la película en España: El quimérico inquilino. Aunque soy consciente de que en otro contexto estas dos palabras no tienen nada en común, que el ponerlas juntas es casi una muestra de creatividad lingüística, en el caso del film de Polanski parecen redundantes, incluso hay un conato de spoiler en ese adjetivo un poco relamido que se le añade al aséptico y genérico sustantivo que le da nombre a la cinta en su lengua original, la designación de un rol social casi abstracto: un arrendatario, como se podría traducir también el locataire del título francés, ese cualquier otro que vive en el apartamento de al lado, cuyos misterios, horrores, placeres y desdichas nos son completamente desconocidos, pero que es a la vez la fuente de nuestros horrores más profundos.

Carlos Peñón nos propone, en cambio, otra manera de reinventar a este personaje, casi vacío de sentido, más un rol que un carácter, que es el inquilino. Pues en su novela –y quizás también en la obra de Polanski, en alguna de sus miles de interpretaciones- este inquilino se confunde con el inmueble que habita, es uno de sus avatares, y a la vez, ese inmenso contenedor, el edificio o la morada, se convierten en un personaje reduplicado. Aunque en rigor, la cuestión debe describirse en el sentido inverso: el inquilino que me habita, pone como punto de referencia al yo contenedor: según la impertérrita tradición cartesiana, que bebe a su vez de los hilos subterráneos de la tradición occidental, a todos nos habita un misterioso homúnculo que se esconde en los pliegues de nuestro cerebro, o a veces en los más oscuros e intrincados rincones de ese otro nombre para el cuerpo, en su versión cóncava, que es el alma; ese personaje, que inventamos – ¿o descubrimos?- para reduplicar el monólogo que nos asfixia a diario y convertirlo en un más gratificante diálogo, aunque sea simulado, para poblar nuestra inevitable soledad, la soledad derivada de creernos individuos, esas mónadas cerradas que se entrechocan hasta perecer en algún agujero de ese paño verde de la existencia.

En este relato, el inquilino y su anfitrión se confunden, se alternan, dialogan y se separan, como un guante al que se le da la vuelta, como una cinta de Moebius. La fuerza de esta historia está en la tensión que traza entre estas dos voces, estos dos personajes que no logramos separar del todo, pero tampoco asimilar plenamente como uno. Una tensión que a veces se relaja, se aproxima y se hace cálida, como la conversación entre dos amigos que se reencuentran después de muchos años, y a veces se templa como la cuerda de un instrumento rechinante a punto de cortarse y degollar al lector. La voz, el drama, el dolor, la angustia, son los mismos, pero el oscilar entre estos dos puntos de una identidad disgregada provee el esbozo de una polifonía. Y esta estructura contenedor-contenido, que da lugar a tan singulares presencias narrativas, se duplica también en la relación autor-personaje, dos Carlos distintos y un solo delirio verdadero.

Y es que la metáfora del demiurgo aparece más de una vez, constatando que, efectivamente, el escritor es un creador de mundos, sólo que todos ellos no son más que reduplicaciones de la galería infinita de su interioridad.  Así, mientras el Carlos narrado continúa hundiéndose en su angustia al constatar que todo lo que lo rodea no es más que una ilusoria creación de un dios mudo e invisible, el Carlos narrador parece continuar cuestionándose si cree o no cree en un dios, o si el creer o no cambie en algo el destino del personaje que también es él, reinventándose en su doble minúsculo.

De cualquier modo, este inquilino, que al principio parece una figura claustrofóbica, como la de Polanski, emprende un viaje, que como todo recorrido literario, es un viaje mítico. En efecto, se asume abiertamente como un descenso a los infiernos –más cercano al de Joyce que al de Homero o al de Virgilio- y este motivo tradicional le da un tono de extrañamiento y atemporalidad propio de los relatos maravillosos. Pues aunque el personaje que camina por la noche y por la ciudad con una botella de licor, escucha música en un mp3 y menciona lugares precisos de una Bogotá que oscila entre la cartografía y el fantasma, los seres y las situaciones que se va encontrando en su camino se suceden como las estaciones de un viacrucis, como programados ritos de pasaje según una lógica singular, la lógica de la memoria reinventada. Así, a medida que se avanza en lo que parece un relato urbano y decadente, parte de ese subgénero que algunos críticos han denominadorealismo sucio, se va descubriendo que en realidad el personaje está emprendiendo un camino metafísico –en sentido filosófico, no religioso- y que este viaje iniciático es, paradójicamente, un relato de hundimiento, de finitud.

Y esto nos pone en un lugar distinto, que ya no es el del realismo, ni siquiera psicológico, pero tampoco completamente el del relato fantástico. Un lugar fronterizo entre la imaginación, el recuerdo y la alucinación, un espacio híbrido en el que el personaje puede hablar con los muertos, los animales, los insectos o los dioses, y en el que los fantasmas del pasado se mezclan con descubrimientos y encuentros fortuitos en el presente continuo de la narración. Pero también en el que el personaje entra y sale de las pinturas, de toda la tradición pictórica occidental, sintetizada en dos o tres obras descubiertas en reproducciones de tiendas o restaurantes, pero igualmente mágicas a la hora de permitir el tránsito al mundo hermético y autocontenido de la representación. Y no se trata tampoco de un relato sordo. Hay toda una playlist que el lector irá descubriendo en estas líneas, y que si es obsesivo y tiene los medios podrá encontrar y reproducir para acompañar esta lectura. Así que para ir ahorrándole el trabajo –y poder sincronizar su lectura con la banda sonora- anticipo algunos nombres que se encontrará en estas líneas, en las que saltará de Leonard Cohen o Nick Cave al réquiem de Mozart, siguiendo el trasegar de este personaje melómano, melancólico y megalomaníaco.

No quiero anticipar más cosas del Inquilino que me habita, pero tampoco quiero finalizar sin decir que el salto al vacío que nos propone esta obra, si bien nos enfrenta con la futilidad de la existencia, también nos comunica con una sensibilidad profunda, una ternura sostenida que emerge al menos en dos formas: primero, en la nostalgia de la infancia perdida, del hogar primigenio, un mundo poblado por juguetes, padres calurosos y globos de colores que se pierden en el cielo; y segundo, en el encuentro con ese gran Otro para el hombre que es el animal: hay que agradecer al autor que, aunque sea en el espacio de la imaginación, le haya ofrecido un entierro digno, majestuoso, a un perro callejero. Y hay que agradecerle porque, en medio de la angustia y la desesperanza a las que nos somete, nos entrega también el bálsamo de la más pura y simple solidaridad de la que somos capaces los seres humanos, cuando dejamos de ser demasiado humanos.




Juan Alberto Conde

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